Nuestro mundo es tan cristiano, que hasta los ateos son cristianos
Creemos en la cruz. Solo le cambiamos el logo
Cuando se invoca la historia del cristianismo, la reacción es casi automática. Se mencionan cruzadas, inquisiciones, hogueras, indulgencias, pederastia, papas con espadas y coronas. No sin razón. El expediente histórico de la Iglesia es largo y notoriamente sangriento. Pero en medio de esa indignación se ignora algo fundamental: que antes de ser un coloso político con embajadas y ejércitos, el cristianismo fue una herejía que apuntó directo al corazón brutal del ser humano en el seno del imperio más despiadado de la historia.
El cristianismo no nació con catedrales ni doctrinas, ni mucho menos con poder. Nació con un cadáver colgado en una cruz, desfigurado por la maquinaria romana. Y bajo el estruendo de dos milenios de poder clerical, solemos olvidar que la verdadera revolución cristiana no fue política, ni económica, ni siquiera social —esas fueron consecuencias. Fue ante todo, una revolución sin armas, sin manifiestos, sin barricadas. Pero más peligrosa que todas. Porque no quiso cambiar el mundo: quiso cambiar al ser humano. Y lo logró.
Lo intuyó incluso Otto Zur Linde, el nazi ficticio en el devastador cuento de Jorge Luis Borges, Deutsches Requiem:
“[Sentía que] estábamos al borde de un tiempo nuevo, y ese tiempo, era comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos.”
Zur Linde se une al partido alemán buscando —a su modo— una transformación total de la humanidad. Pero mientras él opta por la violencia, la obediencia ciega y la aniquilación del otro, los primeros cristianos no tenían partido, ni armas, ni Estado. Solo una idea tan escandalosa que aún hoy seguimos sin digerirla del todo.
Pocos han expuesto esa transformación con más claridad —y con menos interés devocional— que Tom Holland, ateo, historiador y autor del provocador Dominio. Él nos explica como la muerte de Jesús, el supuesto “Hijo de Dios” clavado en una cruz, ha sido tan sacralizada por los siglos que hemos olvidado su escándalo real. No el escándalo teológico —ese se lo dejamos a los catequistas—, sino el histórico.
Pero para entender el impacto hay que silenciar el ruido y viajar en el tiempo al mundo grecorromano, a la antigüedad pagana. Un lugar tan distante de nosotros no solo en siglos, sino en su concepción misma de la humanidad.
Era una civilización brillante, pero brutal. El poder era la única virtud respetable. La fuerza dictaba la moral. Los esclavos no tenían dignidad, las mujeres no tenían voz, los enfermos eran despojos, y los pobres eran errores de nacimiento. La compasión no era una virtud pública sino, en el mejor de los casos, un capricho privado. La caridad existía, sí, pero reservada para los “dignos” o los útiles. Ayudar al débil por el hecho de que era débil no era una opción. Era una insensatez. Ser débil o inferior equivalía a estar fuera de la comunidad moral. Y en medio de ese orden social ocurrió el evento más subversivo y profundamente transformador de la historia: la ejecución, por crucifixión, de un judío marginal llamado Jesús de Nazaret. Irónicamente, quizás el único suceso histórico innegable que poseemos sobre él.
En los colegios católicos se nos enseña que este fue el momento axial de la humanidad. Porque, como dijo el erudito y cínico sacerdote de Las intermitencias de la muerte de José Saramago, “sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay Iglesia”. El sacrificio en la cruz fue necesario, se nos dice, para redimir nuestros pecados.
Igualmente, se nos dibuja dicha muerte en la cruz como espantosa, macabra, violenta, única y específicamente reservada para el hijo de Dios. La realidad es que las crucifixiones eran rutinarias. Banales incluso. El Imperio Romano la usaba como castigo estándar para esclavos, rebeldes y escoria política. Se estima que entre 100.000 y 150.000 personas fueron ejecutadas por ese método dentro del imperio romano. Tras la revuelta de Espartaco, por ejemplo, unos 6.000 esclavos fueron colgados de cruces a lo largo de la Vía Apia, decorando la carretera como advertencia al que se atreviera a desafiar el imperio. Y siglos antes, Alejandro Magno crucificó a 2.000 prisioneros fenicios sobre las costas de Tiro con la misma intención.
También se nos enseñó que la idea de un Dios hecho carne era una innovación radical del cristianismo. Pero eso, como tantas cosas que se dicen con túnica, no es cierto. El concepto del dios-mortal antecede ampliamente a Jesús. Ahí está Hércules, nacido de una mujer mortal seducida —o engañada, según cuán indulgente uno sea con Zeus— por medio de una treta conyugal. Rómulo y Remo, fundadores de Roma, se dice que fueron el producto de una violación divina cuando Marte, el dios de la guerra, fecundó a su madre, la virgen vestal Rhea Silvia. Aquiles, el coloso de la Ilíada, era hijo de Tetis, una diosa del mar. Y si hablamos de hombres mortales con después títulos celestiales, tenemos a Alejandro Magno, que se autoproclamó hijo de Amón (una especie de Zeus egipcio), y a Augusto, primer emperador de Roma, quien fue póstumamente aclamado como “hijo del divino Julio”, un Dios.
La lista es larga y la lógica clara: si alguien sobresalía demasiado entre los mortales, se explicaba su majestad con ascendencia divina. En este mundo la divinidad estaba reservada para los guerreros, conquistadores y fundadores de imperios. La deidad, al fin y al cabo, era un galardón para los vencedores.
Esto nos lleva al eje del impacto de la revolución cristiana. Si ni la figura del dios encarnado ni la idea de la crucifixión violenta eran nuevas en el mundo grecorromano, ¿qué fue entonces lo que lo cambió todo? ¿Qué provocó que la historia se partiera en dos, que el tiempo mismo se reorganizara en un antes y un después?
La respuesta es tan sencilla como escandalosa. No fue el hecho de que Dios se hiciera hombre, sino el tipo de hombre que eligió ser. Dios por primera vez no era un héroe, ni un emperador, ni un guerrero. Sino un judío pobre, marginal, sin título, sin propiedad, sin ejército. Un don nadie, probablemente analfabeta, de una provincia polvorienta y desconocida del imperio. No murió con gloria, sino con humillación. Azotado, escupido, expuesto, clavado en una cruz: el instrumento más vil de tortura pública, reservado para los que no merecían ni el derecho a morir con dignidad. Que semejante espectáculo de miseria fuera proclamado por sus seguidores como el acto fundacional de la redención humana no fue solo extraño para la mentalidad romana. Fue ofensivo. Grotesco. Un insulto a todo lo que la civilización clásica valoraba: poder, honor, victoria. Fue eso —no los milagros, ni las parábolas, ni el sermón de la montaña— lo que convirtió al cristianismo en dinamita moral.
Así que la religión tradicional, que hasta ese entonces ofrecía poder, grandeza, victoria, se enfrentó a esta pequeña secta de cristianos que ofrecía algo completamente distinto — un Dios desangrado, fracasado, ejecutado por sus propios compatriotas. Un Dios que no aplastó a sus enemigos, sino que los perdonó. Un Dios que llora, suda, sangra y muere.
Esto no fue simplemente una religión nueva. Fue una total inversión moral. Una subversión de todo el orden establecido. No se trataba de una nueva promesa de gloria, sino de una glorificación del inferior. Tanto así que ni los primeros artistas cristianos sabían cómo representar visualmente la crucifixión. No fue sino hasta finales del siglo IV que comenzaron a aparecer las primeras pinturas del cuerpo crucificado de Cristo. En otras palabras, tardó 400 años para que la muerte en la cruz dejará de ser símbolo de vergüenza.
Eventualmente el corazón del cristianismo no tuvo otra opción más que llegar a una radical conclusión: Dios no estaba con los poderosos, sino con los débiles. No con los emperadores, sino con los esclavos. No en el Olimpo, sino en el barro. El sufrimiento humano no fue observado desde lo alto, como los dioses griegos en la Ilíada, sino vivido en carne y hueso. Eso implicaba que cualquier mendigo, cualquier marginado, cualquier condenado podía ser Cristo. Los discriminados no solo eran dignos de compasión bajo la teología cristiana, sino que eran potencialmente divinos. Por primera vez en la historia los últimos serían los primeros, y los primeros, los últimos.
Y con eso, el cristianismo no solo fundó una religión, sino que inauguró el concepto que tu y yo conocemos como “humanidad”. La idea de que todos los seres humanos comparten una dignidad intrínseca —independientemente de su fuerza, raza, género, riqueza o cuna— no nace del Senado romano, ni de las ágoras griegas. Nace de frases como «Ama a tu prójimo» (Marcos 12:31) y «Tuve hambre y me disteis de comer» (Mateo 25:35-40). Nace de la absurda, pero persistente noción de que la humildad es más fuerte que la soberbia; de que honrar la muerte de alguien desangrado en una cruz no es insensato, sino heroico.
El libro del Génesis declara que todos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, todos valemos lo mismo. No hace falta comulgar para entender el impacto de esa frase. Porque sin un marco común, sin ser —aunque sea simbólicamente— hermanos e hijas de un mismo Dios, ¿en qué se sostiene la igualdad? En la razón pura, dicen algunos. Pero en tiempos de crisis, la razón suele agrietarse. Y lo racional, sin un piso moral, puede volverse perfectamente monstruoso, como la historia y el presente nos recuerda.
Incluso el concepto moderno del consentimiento sexual, tan central hoy en el activismo político, tiene raíces más antiguas de lo que muchos quisieran admitir. En el mundo clásico, eyacular y orinar compartían la misma palabra en latín: meio. El cuerpo —especialmente el de los subordinados, como mujeres y esclavos— no era sagrado. Era utilizable. Disponerse del cuerpo ajeno no era transgresión, era derecho del más fuerte. Fue Pablo de Tarso quien afirmó que cada ser humano era un “vaso sagrado” (1 Tesalonicenses 4:3-5). Eso, en su contexto, fue otra bomba moral: El cuerpo como algo sagrado.
Igualmente, el concepto moderno de “privilegio” tiene una extraña resonancia con el pecado original. Una idea teológicamente monstruosa, sí, pero intelectualmente útil: que uno nace ya marcado, ya en deuda, simplemente por nacer. Así funciona hoy en día distintos privilegios sociales, como el masculino. No importa cuántos episodios yo haga sobre El cuento de la criada, o sobre como criar una hija en el feminismo, ni cuántas historiadoras feministas invite a mi podcast; si nací varón en un mundo patriarcal, cargo con un pecado que no pedí, pero que debo reconocer. Como todo pecado original, no se elige, no se borra, y como en toda doctrina de culpa heredada, la salvación no está en el cambio, sino en la obediencia a la ortodoxia.
Y luego está la glorificación explícita de los oprimidos. No como estrategia política. Como doctrina espiritual: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5:3) “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5:10). El cristiano primitivo fue el primero en poner al humillado en el trono. Nadie lo había hecho antes.
Esto es un golpe moral para el ateo moderno, pero la realidad es que a la humanidad nunca le había importado los inferiores hasta que un grupo de fanáticos religiosos —porque eso fueron— declaró que un judío humillado, torturado y clavado en una cruz no solo era digno, sino el centro de la historia. El hijo de Dios.
Y no lo decían en metáfora. Lo creían. Cuando lanzaban a los cristianos para ser devorados por leones y otras fieras en el Coliseo —lanzados en ocasiones los domingos, porque los romanos tenían sentido del espectáculo y del arte con un sentido morboso e irónico de la comedia— los cristianos entraban a la arena convencidos de que no estaban solos. Decían que Jesús estaba con ellos, no como idea, sino como presencia. Que los acompañaba en su momento más vulnerable como los había acompañado en la cruz.
Una mujer esclava, frágil, invisible para la ley, podía morir abrazando la certeza de que estaba más cerca de Dios que el cónsul romano que ordenó su ejecución. No por digna. Por ser ella. Por existir. Y eso, en un mundo acostumbrado a rendirle culto a la fuerza, fue una blasfemia moral de proporciones sísmicas.
Lo curioso —y lo escandaloso, si uno piensa con calma— es que todo esto, al final, no fue más que una idea. Una idea absurda, marginal en su momento, y sin embargo, irresistiblemente poderosa. El cristianismo propuso que todos los seres humanos eran iguales no ante la ley, ni ante el Estado, sino ante Dios. Y fue esa ficción moral la que terminó moldeando al Occidente.
Los derechos humanos, tan celebrados como "universales", no nacieron de la biología, ni de la física, ni mucho menos de la evolución darwiniana. Nacieron de una teología. Son, en su núcleo, una adaptación secular del dogma cristiano de la igualdad del alma. Lo que hoy se presenta como evidencia autoevidente, comenzó como herejía.
Quizás por eso el mundo islámico, al ver cómo el cristianismo —sin crucifijos ni encíclicas— se colaba en las estructuras globales bajo el nombre de los “derechos humanos”, decidió redactar su propia versión. En 1981, se proclamó la Declaración Islámica de los Derechos Humanos. Una forma elegante de decir: “No aceptamos que ustedes definan la dignidad humana según religión encubierta de secularismo.”
La próxima vez que algún humanista moderno te diga que los derechos humanos “no se discuten” o “no se negocian”, pregúntale cuáles. ¿La versión de París o la de El Cairo? Hacer la pregunta es responderla. Pero el hecho mismo de que la pregunta pueda formularse muestra algo esencial: los derechos humanos no son leyes naturales. Son creencias. Admirables, sí. Necesarias, por supuesto. Pero creencias al fin. Tan religiosas como cualquier otra liturgia.
Quizás Orwell lo captó mejor que nadie cuando, en una carta privada, dijo...
“A lo largo de la era cristiana, y especialmente desde la Revolución Francesa, el mundo occidental ha estado obsesionado por la idea de libertad e igualdad; pero es solo una idea, sin embargo ha penetrado en todos los estratos sociales. Las injusticias, la crueldad, las mentiras y el esnobismo más atroces existen por doquier, pero no hay mucha gente que pueda considerarlas con la misma indiferencia que, por ejemplo, un esclavista romano. Incluso el millonario sufre un vago sentimiento de culpa, como un perro que se come una pierna de cordero robada. Casi todos, sea cual sea su conducta, responden emocionalmente a la idea de la fraternidad humana.”
La idea inicial del cristianismo es tan parte de nuestra psicología que nos ofende si alguien se atreve a atacarla. Como señala el propio Tom Holland, los únicos revolucionarios verdaderamente anticristianos en la historia no fueron los comunistas, ni los anarquistas, ni los liberales, ni feministas, fueron los fascistas. Las demás revoluciones chocaron con la Iglesia, y con cristianos, pero no con la idea cristiana. Al final, terminaron predicando —explícita o implícitamente— un eco del mismo escándalo moral cristiano: que los últimos serán los primeros. La glorificación del marginado, del humillado, del postergado. Aunque cambiaran de lenguaje, el espíritu seguía ahí. El fascismo quiso restaurar la fuerza como virtud. El resto del mundo, incluso sin rezar, sigue comulgando con la ortodoxia del crucificado. Las demás ideologías no hicieron más que vestirla con nuevos ropajes.
Por eso vimos recientemente a tantos ateos —o al menos que se identifican como tales— lamentar sinceramente la muerte del Papa Francisco. Lo llamaban “el papa bueno”, “el verdadero cristiano”, “el que sí entendió”. No lo admiraban por canonizar a nadie, sino porque les hablaba en un idioma familiar: justicia social, humildad, crítica al capital basada en frases bíblicas como “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de los cielos” (Marcos 10:25-31).
Por lo mismo vemos a muchos ateos-marxistas invocando a Jesús como “el primer socialista de la historia”. Y en ese impulso por expandir su propia iglesia, caen en uno de los pecados capitales de la disciplina histórica: el anacronismo. Confundir los tiempos. Leer el pasado con categorías del presente. Como si a un inca precolombino se le pudiera llamar “latino”. Técnicamente falso, culturalmente forzado, y francamente, insultante.
El problema no es que vean similitudes —las hay—, sino que confundan la dirección. Vieron algo verdadero, a pesar de que llegaron a la conclusión equivocada. No es que Jesús fuera socialista. Es que el socialista es religioso. La revolución cristiana fue la primera en glorificar al marginado, en maldecir al trono. Todo lo demás ha sido un eco.
El hereje mayor, Christopher Hitchens —ese apóstol del ateísmo que recorrió el mundo con más celo que muchos misioneros— dejó escrita una confesión notable en uno de sus textos más lúcidos y personales:
“Créalo o no, entiendo a los religiosos. Sé lo que se siente aferrarse a una convicción profunda mientras la evidencia te susurra otra cosa. Cuando yo era marxista, no creía tener una fe, pero sí estaba convencido de que habíamos descubierto una suerte de teoría unificada del todo. El materialismo histórico y dialéctico no era místico, pero tenía su Apocalipsis, su paraíso, sus profetas. Teníamos mártires, teníamos santos, teníamos dogmas. También teníamos excomuniones, inquisiciones, cismas. Admiraba a Rosa Luxemburg y a Trotsky, cuyas biografías —como la de Trotsky escrita por Deutscher, titulada El Profeta— no desentonaban con ninguna hagiografía. El comunismo no eliminó la religión. La reemplazó. Elevó a líderes infalibles, persiguió herejes, momificó cadáveres como reliquias sagradas. Nada de esto era difícil de interpretar en términos tradicionales…No era difícil ver el patrón.”
Ahí lo dijo todo. Era religión. No en sus símbolos, sino en su estructura. No en sus rezos, sino en su necesidad de absolutos. No en Dios, pero sí en lo sagrado.
Hazle las preguntas correctas a un ateo convencido de que no cree en nada, y en menos de cinco minutos te entrega un dios. Tal vez no tenga sotana ni crucifijo, pero vendrá con dogmas, liturgias y mandamientos. Lo llamará causa, partido, patria, progreso o derechos. Pero será un dios.
El cristianismo, hoy, ya no necesita cristianos para sobrevivir. La idea —esa escandalosa idea de que el humillado es el centro del universo— ha ganado. Y nadie, incluyéndome, sabe muy bien qué hacer con eso.
Que increíble cuando una lectura te hace replantear las cosas que siempre has creído que han existido. Que bueno conseguir este tipo de textos que te dejen pensando un buen rato y te den mas ganas de leer sobre el tema. Gracias por compartir
Cine 🚬