La literatura ha sido, quizás, el más tenaz de los opositores a la violencia. No porque la haya derrotado —ni de cerca—, sino porque al menos ha tenido la decencia de admitir que no sabe qué hacer con ella. Las religiones han invocado el amor, los partidos políticos al pueblo, los activistas a la idea. Todos han prometido paz, y casi todos han terminado con las manos manchadas. Los que claman por la paz por la mañana suelen justificar la guerra por la tarde, si la causa lo amerita.
La literatura, en cambio, ha oscilado entre la súplica pacifista y el escepticismo brutal. El Premio Nobel solo reconoce a una forma de arte por su capacidad de mejorar a la humanidad, y esa es la literatura. Tan alta es su misión. Lo que uno empieza a dudar, después de todo lo leído, es su eficacia.
La argentina Ana María Shua, reina indiscutida del microrrelato, escribió uno memorable titulado El llanto de Lisístrata, que dice así:
Lisístrata es una comedia musical de Aristófanes, estrenada en Atenas en el año 411 a. C. Su protagonista organiza una gran huelga sexual. Comandadas por Lisístrata, las mujeres de los dos bandos se niegan a tener sexo con sus hombres a menos que desistan de la guerra. Casi dos mil quinientos años después, las mujeres ya formamos parte del ejército. En defensa de nuestros derechos, nos negamos a ser relegadas a tareas de enfermería o de oficina y queremos combatir a la par de los varones. Lisístrata llora. Y quizás Aristófanes, su padre
La obra de Aristófanes, por supuesto, es real. O tan real como puede ser una comedia escrita hace más de dos mil años. Fue concebida durante la Guerra del Peloponeso, un interminable duelo entre Atenas y Esparta. Y como en toda crisis, hay oportunidades. Aristófanes, con su mezcla de sátira política y picardía griega, imaginó un experimento audaz. ¿Qué pasaría si las mujeres decidieran que la paz valía más que el sexo? En la obra, se atrincheran en la Acrópolis, declaran huelga de piernas cerradas y no ceden hasta que sus esposos abandonan la guerra. Lo hacen. El plan funciona. Se firma la paz, se suspende la guerra y se reanuda el amor.
Y sin embargo, como bien sugiere Shua, todo quedó en teatro. Hoy las mujeres ya no suplican por el fin de la guerra: pelean en ella junto a los hombres. Exigen, con razón, el derecho a matar en condiciones de igualdad. Como me dijo la propia Shua en una entrevista: “Hay progreso que es atraso.” Lisístrata, si pudiera vernos, estaría llorando. Y quizá Aristófanes también.
Si miramos otros momentos en que la literatura se ha enfrentado al dilema de la violencia, aparece el caso de Tolstói. Nació con título, sirvientes y hectáreas, y murió en una estación de tren, autoexiliado de su familia, habiendo renunciado al Estado, a la Iglesia, a sus posesiones y a la lógica aristocrática que lo había criado. En el camino, abrazó un cristianismo anárquico y pacifista tan radical que, según muchos, le costó el Nobel. Para Tolstói, matar era pecado incluso en defensa propia. Si un soldado entraba a tu casa con intención de asesinarte, tú debías orar por él, no apuñalarlo. Intenta decir eso hoy en Gaza o en Donetsk.
En Medio sol amarillo, Chimamanda Ngozi Adichie explora el genocidio de Biafra, ese temporal Estado que se atrevió a independizarse de Nigeria y pagó su audacia con millones de muertos. En este caso la autora nos recuerda que la guerra no solo mata, también degrada. Uno de los personajes, presionado por sus compañeros de batallón, termina participando en una violación colectiva. La escena no se excusa, pero se entiende que ocurra. Porque incluso los buenos, en la guerra, se ensucian. Sobrevivir no justifica nada, pero a veces es lo único que queda.
En Crimen y castigo, Dostoyevski nos recuerda que el juicio más severo no lo dicta el Estado, sino la conciencia. Raskólnikov asesina a una usurera “en nombre del bien”, convencido de que su superioridad intelectual y moral justifica el crimen. Pero el castigo no viene de un tribunal: viene desde dentro. El verdadero verdugo vive en su cráneo.
En Stoner, de John Williams, un profesor anodino, gris, olvidado, decide no enlistarse en la Primera Guerra Mundial. No hay manifiesto ni proclama. Solo un "no" seco, silencioso. Nadie lo premia por ello. Ni siquiera él mismo.
Oscar Wilde, encarcelado por amar a quien no debía, escribió De Profundis, una carta de amor y perdón a Lord Alfred Douglas, el joven cuya familia lo arrastró a la cárcel. Lo perdona. No porque lo merezca, sino porque odiarlo le parecía menos humano. A veces el amor es más subversivo que la venganza. Y la literatura es el perfecto lugar para recordarlo.
En Nunca me abandones, los clones aceptan su destino sin rebelarse. No protestan, no luchan, no sueñan con huir. Su docilidad casi parece virtud, a pesar de que es exactamente lo que el sistema espera.
GK Chesterton lo resumió así en El hombre que fue jueves: “Sí, soy lo suficientemente cobarde para huirle a la violencia, pero no lo suficiente para admirarla”.
Y con eso volvemos a Lisístrata. Las mujeres, atrincheradas, logran la paz con el cuerpo como arma. Pero ¿qué habría pasado si el enemigo hubiese entrado antes que el esposo? ¿Y si al dejar las armas, las hubiesen masacrado? El texto no dice que hubiese ocurrido. Pero la historia sí.
La literatura no ha resuelto el dilema (ni yo tampoco). Solo ha sabido narrarlo. Como dijo Chinua Achebe: “Si no te gusta mi historia, escribe la tuya”. Eso hemos hecho: escribir sobre la paz, aplaudirnos por desearla, y seguir matándonos como si las palabras nunca hubieran importado.
Cuándo empecé a leer, se me acordó la leyenda de Lisístrata. Iba a poner un comentario sobre su historia. Bastó con leer un par de líneas más y ver que pensaste en ella tú también. Supongo que entonces este comentario que iba ser sobre ella, se transforma en uno de agradecimiento: me encantó el artículo.
Desde que descubrí su Canal espero con ansias cada próximo capítulo, exelente redacción, me gusta que hace análisis de cosas que, aunque son comunes son poco pensadas.