¿Por qué se inventó el cielo y el infierno?
Cielo, Infierno y la Naturaleza Humana: De Mito a Realidad Social
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En este ensayo busco explorar una pregunta que siempre me ha perturbado: ¿Por qué los seres humanos hemos creado, tanto un cielo como un infierno, independientemente de sus creencias religiosas? Ateos y agnósticos también crean estos dos mundos. Como menciona el historiador Tom Holland: “Los liberales no creen en el infierno, pero sí en la maldad.” No hay mucha diferencia.
Espero lo disfruten.
Para abordar el origen de los conceptos de cielo e infierno, primero debemos enfrentarnos a una pregunta clave: ¿es la religión una invención puramente social o una manifestación inherente a la naturaleza humana? Esta cuestión nos lleva al corazón de uno de los debates más profundos y persistentes de la historia: la lucha entre lo que somos por herencia biológica y lo que nos forma a través de la cultura.
La antropología reconoce que si un fenómeno social se manifiesta en diferentes sociedades que jamás tuvieron contacto entre sí, dicho fenómeno debe tener un componente natural, o sea una respuesta inherente a la naturaleza humana. A lo largo de la historia, distintas civilizaciones han desarrollado sistemas de creencias sin haber compartido contacto. Los Dogon en África Occidental, los Inca en Sudamérica, los Aborígenes en Oceanía y los Hittitas en Anatolia son solo algunos ejemplos de culturas primitivas, que sin conexión entre sí, crearon religiones, mitos y deidades para dar sentido a su entorno. De hecho, no se ha encontrado evidencia de ninguna sociedad antigua que carezca completamente de elementos sobrenaturales o creencias espirituales. Así, podríamos concluir que la religión surge orgánicamente en el ser humano. Con variaciones, construcciones y distintas versiones acorde al ambiente, cultura y otros factores, pero siempre presente en todos los grupos.
Esto nos lleva a una nueva pregunta: Si todos los seres humanos desarrollamos conceptos religiosos, ¿cuál fue entonces su propósito? La teoría predominante sostiene que la religión surgió como una respuesta a la necesidad humana de comprender y dar sentido a un mundo lleno de incertidumbres y fenómenos inexplicables. Desde el primer día, el humano buscó respuestas para cuestiones fundamentales sobre el origen de la vida, el propósito de la muerte, el misterio de las enfermedades, la llegada de las sequías, el cambio de las estaciones, los eclipses, los movimientos celestiales, los terremotos, los relámpagos, las mareas, el nacimiento de los ríos, el comportamiento impredecible de los animales, los incendios, inundaciones y todo tipo de desastres naturales. En ese vacío de comprensión, y falta de conocimiento, la religión fue el mecanismo para otorgar orden y significado a lo desconocido. Ofreció consuelo y explicaciones ante la incertidumbre de la existencia.
Una buena manera de imaginarnos la progresión de la religión es utilizando el concepto de El Dios de las lagunas, del teólogo escocés Henry Drummond. Él argumentó que Dios no es más que el espacio vacío dejado por el conocimiento. Es decir, cada vez que el humano no podía ofrecer una explicación a cualquier suceso o fenómeno, se recurría a Dios. A medida que la ciencia avanza, este vacío disminuye. Dios disminuye. Ejemplo, las civilizaciones tempranas atribuían la existencia de las estrellas a deidades. Con el tiempo, la ciencia explicó que las estrellas son esferas de gas. De la misma manera, antiguos griegos creían que los truenos eran manifestaciones de la ira divina de Zeus. Hoy se entienden como fenómenos atmosféricos. Durante la peste negra, los florentinos medievales vieron morir a más de la mitad de su población. Ante una tragedia de tal magnitud, no tardaron en declarar que el virus era un castigo divino por sus pecados. Siglos más tarde, la ciencia revelaría que la verdadera causa era la bacteria Yersinia pestis, transmitida por pulgas que infestaban a las ratas negras. Durante la pandemia del COVID-19, muchas personas, de manera alarmante, afirmaron que “la raza humana es el virus”, atribuyéndonos la culpa de la pandemia como una especie de castigo merecido. Esta visión de retribución divina no es tan diferente de la de los florentinos de hace unos 700 años. Del mismo modo, se difundió la idea errónea de que “la naturaleza estaba sanando” durante el encierro. Circulaban en las redes sociales imágenes de ríos más limpios y bosques en silencio, libres del ruido de los automóviles durante los confinamientos. A la incertidumbre del momento se le otorgó un aire de misticismo, una divinidad implícita. Se trató de una reacción profundamente religiosa, sin fundamento científico. Así son los humanos: cuando enfrentamos lo desconocido, recurrimos a lo místico antes que a la ciencia.
Esta respuesta inicial revela cómo la concepción de Dios ha estado históricamente vinculada a lo inexplicable: a medida que la ciencia arroja luz sobre estos misterios, el dominio de lo divino se reduce. La religión no es una invención consciente, sino una herramienta evolutiva utilizada por la humanidad para dar sentido a lo desconocido y para fomentar la cohesión social en tiempos de incertidumbre.
De hecho, estudios recientes sugieren que la religión tiene un valor evolutivo, ya que las sociedades religiosas han tendido a sobrevivir mejor, en parte gracias a la función unificadora de la religión. Las creencias compartidas en dioses y códigos morales reforzaron la cooperación dentro de las comunidades, especialmente en aquellas más grandes, donde los lazos familiares no eran suficientes para mantener el orden. Adicionalmente, los rituales religiosos fortalecen la cohesión grupal, lo que habría hecho a estas sociedades más resistentes ante amenazas externas, como guerras o hambrunas.
Aclaremos que por la religión ser algo natural, no significa que sea inherentemente bueno o justo. La religión en distintas ocasiones ha causado un daño incalculable en diversas estructuras sociales y económicas. Ya sea de manera intencionada o accidental, los entornos en los que vivimos pueden amplificar los efectos perjudiciales de ciertos aspectos de nuestra naturaleza humana, como lo son las creencias. Por ello, es nuestra responsabilidad moderna identificar estos patrones y actuar para mitigar sus consecuencias dañinas. También es importante aclarar que el término religión no se limita a las grandes tradiciones abrahámicas (Judaísmo, Cristianismo, Islam). Muchas culturas antiguas y aisladas han desarrollado sistemas de creencias propios, como el animismo, presente en numerosas culturas indígenas, que sostiene que todos los elementos de la naturaleza —animales, plantas, montañas, ríos— poseen un espíritu o alma. También está el culto a los antepasados, común en algunas tribus africanas, donde se cree que los muertos continúan desempeñando un papel activo en la vida de los vivos, influyendo en su salud, prosperidad o bienestar. Estas formas de espiritualidad han cambiado con el tiempo, y muchas de ellas se han desvanecido en medio del ruido de la modernización y la globalización. No obstante, la idea de una realidad espiritual, de lo correcto y lo incorrecto, del bien y del mal, del castigo y la justicia, sigue siendo un rasgo común en el ser humano desde el nacimiento. Con eso llegamos a la pregunta crucial: ¿Cómo y por qué inventamos el cielo y el infierno?
El Cielo: Felicidad Eterna o Construcción Humana
En estas doctrinas abrahámicas, el cielo es felicidad. Es paz eterna. En el cristianismo es el lugar de eterno descanso después de lo tumultuoso de la vida en la tierra. El destino final de las almas justas, quienes, después de la muerte y el juicio particular, son admitidas a la contemplación directa de Dios. En la doctrina musulmana, el cielo es conocido como Jannah o el Paraíso, un lugar de recompensa eterna para los creyentes justos que han vivido según las enseñanzas del Corán y los mandamientos de Alá. Es un lugar de paz, felicidad y delicias eternas, donde los fieles gozarán de la presencia de Alá, de la compañía de sus seres queridos, y disfrutarán de jardines llenos de ríos, frutas y placeres. Ambos sistemas comparten una idea común: la felicidad perfecta y la ausencia de sufrimiento. Pero, ¿qué significa realmente la felicidad eterna? La escritora Ana María Shua se hace esta pregunta de manera aún más profunda: ¿a quién le importa la felicidad de otros? ¿Quién podría sentirse atraído por una descripción monótona de un paraíso que no es propio? Tal vez George Orwell, en su ensayo Todo Arte es Propaganda, ofrece una respuesta a esta inquietud. Para él, el cielo no existe porque la humanidad ha fracasado en su intento de conceptualizar una felicidad que trascienda lo terrenal. En un reflejo anticipado del ateísmo contemporáneo, el autor inglés sentenció que "la idea del cielo fracasó". El cielo abrahámico, con su supuesta felicidad eterna, con sus imágenes recurrentes de nubes, adornada con piedras preciosas, con el incesante canto de ángeles infantiles tocando arpas, una paz inalterable, resulta honestamente poco atractivo y aburrido para la mayoría. Ese cielo parece más una promesa vacía que una aspiración genuina. Las diversas versiones paganas del Paraíso no son mucho mejores, si es que lo son. El crepúsculo en los Campos Elíseos. El Olimpo, donde vivían los dioses, con su néctar y ambrosía, y sus ninfas y Hebes, las "putas inmortales", como las llamaba D. H. Lawrence, puede ser un poco más hogareño que el Cielo cristiano, pero nada para pasar toda la eternidad. En cuanto al Paraíso musulmán, con sus huríes para cada hombre, todas ellas supuestamente clamando por atención al mismo tiempo, es simplemente una pesadilla. Pareciera que los seres humanos somos incapaces de describir, o incluso imaginar, la felicidad eterna de manera universal.
Hay una pista de por qué esto sucede en la obra de la autora iraní Marjane Satrapi, Persépolis. Aquí se relata cómo, durante la guerra entre Irán e Irak, niños de apenas doce años eran reclutados en las calles de Teherán para unirse al ejército. A cambio, se les ofrecía la promesa del cielo, simbolizada por una llave dorada. Esta llave (no hecha de oro sino simplemente pintada de ese color) les aseguraba la entrada al paraíso, Jannah, si morían como mártires en la lucha contra el ejército de Saddam Hussein. Allí, en ese paraíso, se les ofrecería un banquete interminable, una abundancia de comida que la escasez provocada por la guerra les había negado en vida. Además, se les garantizaba el acceso a placeres prohibidos durante la revolución islámica, como la compañía de mujeres. Así, el cielo que se les vendía no era más que el reflejo opuesto de la miseria y la crisis que vivían en la tierra, una fantasía de compensación por todo lo que les faltaba en su realidad cotidiana.
He ahí el secreto del cielo: no puede existir sin el infierno. La definición del cielo carece de sentido sin el contraste necesario que proporciona el sufrimiento. Solo comprendemos el bienestar cuando lo medimos frente al dolor. El cielo no es más que la ausencia de malestar, un alivio temporal. Lo que lleva que nuestra concepción de la felicidad, entonces, no sea absoluta, sino relativa, siempre dependiente de aquello que nos atormenta o inquieta. Durante un terrible dolor de muelas, el cielo no sería más que una visita milagrosa de un dentista.
El infierno completa la ilusión
Y con eso vino el infierno. Los escritores abrahámicos nunca lograron que las personas anhelaran verdaderamente el paraíso. Lo único que podían hacer era infundir miedo. Con el cielo ya prometido, tuvieron que inventarse el infierno, que nació como una herramienta de intimidación, una contraparte oscura y temible que obligaba a las personas a anhelar el cielo no por su promesa de felicidad, sino por miedo a la condenación.
Es por eso que la concepción del cielo o la utopía varía según la época. En la sociedad preindustrial, el cielo se describía como este lugar de descanso eterno, pavimentado con oro, porque la vida cotidiana de la mayoría de las personas estaba marcada por el agotamiento y la pobreza. Las huríes del Paraíso musulmán, por su parte, reflejaban una sociedad polígama en la que muchas mujeres eran confinadas a los harenes de los ricos. Sin embargo, estas visiones de "felicidad eterna" fracasaban, porque en cuanto la felicidad se volvía eterna (es decir, infinita), perdía el contraste necesario para ser comprendida. El culto a la primavera es un ejemplo revelador. En la Edad Media, se idolatraba el regreso de los alimentos frescos —verduras, leche y carne— tras meses de subsistir a base de carne salada en chozas oscuras y sin ventanas. Las canciones primaverales eran alegres, no solo por el clima, sino porque marcaban el fin del invierno. Esa era la verdadera celebración. Incluso la Navidad, una fiesta de origen precristiano, probablemente surgió como una explosión ocasional de excesos en comida y bebida, una pausa en el frío y opresivo invierno del norte. '
Esta dinámica no es exclusiva de los religiosos. Con el inicio de la economía capitalista, la esperanza de vida de un trabajador en una fábrica de Liverpool rondaba los 15 años. En ese contexto emergió el socialismo, prometiendo su cielo, su utopía. Un mundo sin necesidad del dinero, sin clases sociales, sin crisis laboral, un paraíso de igualdad. Fiodor Dostoievski murió antes de presenciar la primera implementación del socialismo en su propia tierra, pero en su análisis de las ideas racionalistas occidentales, fue quizás uno de los primeros en entender que, mientras la Torre de Babel cristiana aspiraba a elevar al ser humano hacia el cielo, la Torre de Babel marxista intentaba traer el cielo a la tierra. Al final, ambas son mitos. Construcciones idealizadas que, aunque poderosas, se desmoronan ante la complejidad de la realidad humana.
Dostoievski entendió que intentar alcanzar objetivos espirituales y prometer resultados trascendentales mediante medidas económicas, un enfoque al fin de cuentas profundamente materialista, estaba destinado al fracaso. Las aspiraciones más elevadas del ser humano no pueden satisfacerse con soluciones terrenales. Esto es solo otro ejemplo de cómo fracasan los intentos de definir el concepto de cielo. El "cielo socialista" no es más que una respuesta opuesta a los defectos económicos de cada época, una utopía reactiva.
El problema radica en que el ser humano siempre aspira a más. Anhelamos erradicar las guerras y alcanzar la paz, pero la realidad es que el mundo nunca ha conocido una paz plena, salvo en la idealización del "Buen Salvaje" de Rousseau, si es que alguna vez existió. La humanidad está condenada a desear algo que vislumbra como posible, pero que no logra definir con claridad. Mientras escribo esto, el mundo sigue inmerso en tragedias: un niño palestino alcanzado por una bomba israelí, un venezolano esperando por su hijo afuera de los campos de reeducación de Maduro, un soldado ruso destruyendo una familia ucraniana, un hospital en ruinas en Tigray, un civil cayendo víctima de la violencia extremista en Burkina Faso, y otro migrante más muerto en su travesía por el Darién. Imaginar un mundo en el que estos horrores desaparezcan es tanto posible, necesario y justo, pero describir con exactitud cómo sería un mundo verdaderamente pacífico es algo que nunca hemos logrado. Cada intento de imaginar la perfección revela, en última instancia, los límites de nuestra propia comprensión y las carencias de nuestra inteligencia.
La Felicidad Humana y el Contraste del Sufrimiento
Somos tan vacíos, los seres humanos, que a veces disfrutamos del cielo no por sus virtudes intrínsecas, sino simplemente porque sabemos que otros están en el infierno. Todos nos deleitamos si estamos sentados en primera clase de un vuelo. Pero parte del deleite no son los lujos, sino porque somos conscientes de que muchos más están relegados a la clase económica. La literatura ha dejado pistas sobre esta inquietante verdad. Tertuliano afirmó que uno de los placeres del cielo es observar las torturas de los condenados. Igualmente, Tomás de Aquino, en la Summa Teológica, concluye que “los bienaventurados en el cielo contemplarán los castigos de los condenados, lo que hará que disfruten aún más de su dicha.” San Juan Bosco plantea la misma idea desde el otro lado: los condenados en el infierno también podrán ver la alegría de los que están en el cielo, lo que incrementará su sufrimiento. Dante Alighieri, en La Divina Comedia, plantea algo similar en su primer círculo del infierno: el Limbo. En este lugar, las almas no sufren tortura física, pero viven en un estado de melancolía y añoranza por no poder alcanzar el cielo, el cual es visible desde la distancia. Filósofos como Sócrates y Aristóteles, entre otros grandes sabios del mundo precristiano, pueden contemplar el cielo, pero lamentan no poder entrar, quedando atrapados en esa eterna frustración.
Al afirmar esto, Tomás de Aquino se enfrentó a una crisis teológica: por definición, los cristianos deben (o deberían) sentir compasión ante el sufrimiento ajeno. Entonces, ¿cómo podrían los cristianos en el cielo experimentar placer al presenciar el castigo de las almas condenadas? La solución de Aquino fue que el placer no proviene del sufrimiento en sí, sino de la satisfacción que ofrece contemplar la justicia divina en acción. Slavoj Žižek lo describiría como "un goce sádico del castigo eterno". Esto revela nuevamente que la alegría del cielo no es suficiente por sí misma; debe complementarse con un contraste. En este caso el goce adicional de presenciar el sufrimiento de otros. Solo así las almas benditas pueden "disfrutar plenamente" de su felicidad. Si alguna alma en el cielo se quejara de que las nubes no son tan cómodas como otros días, un ángel podría responder: "No te quejes, mira cómo es la vida allá abajo. Aprende lo afortunado que eres". Pareciera que el oscuro motor de nuestra felicidad radica en saber que otros sufren. Si eliminamos esa comparación, nuestra alegría se revela en toda su trivialidad vacía.
Un estadounidense puede sentirse frustrado, decepcionado o preocupado por la situación política de su país, pero para un venezolano, ese mismo lugar podría parecer el cielo.
Al final, el único cielo es un infierno en el que te quemas menos que los demás.
muy bueno tu escrito 👏🏻