Este ateo fue a misa en latín y entendió algo que la Iglesia olvidó
La Iglesia abandonó el latín. ¿Perdió algo más en el proceso?
“Nunca me gustó la idea de que solo conociéramos las palabras de Cristo a través de la traducción de una traducción”
Eso lo escribió Oscar Wilde desde la cárcel, refiriéndose a la imposibilidad de leer los evangelios en su forma original sin pasar por múltiples filtros lingüísticos. En su celda, este ateo (hasta ese punto), atormentado por el sufrimiento y la introspección, decidió leerlos en su griego clásico original, convencido de que la belleza de los evangelios es inseparable de su idioma. Para Wilde, cada capa de traducción no solo traicionaba el estilo, sino que diluía la esencia del mensaje.
El latín no era el idioma de Jesús. Hablaba arameo y según historiadores probablemente tenía conocimientos de hebreo y griego koiné, pero es poco probable que dominara el latín. Aun así, el punto de Wilde sigue en pie: la distancia entre el mensaje original y la experiencia moderna es real. Cada traducción desgasta una capa de significado, cada adaptación diluye la fuerza del original. Algo, inevitablemente, se pierde en el proceso
Esto vino a mi mente al recordar una observación peculiar de pensadores agnósticos y ateos occidentales que he leído durante mi vida. A pesar de sus feroces ataques (que comparto) contra la religión, albergaban una nostalgia curiosa: la Iglesia Católica, según ellos, cometió un error garrafal al abandonar el latín en sus misas. En su intento por modernizarse, no solo sacrificó una lengua muerta, sino también la mística de su propia tradición, el peso de los siglos que, si bien no garantizaba verdad, al menos garantizaba continuidad.
Hasta el siglo XX, la Iglesia Católica mantuvo el latín como la única lengua litúrgica en el rito romano. No importaba si el parroquiano era francés, español o vietnamita: si asistía a misa, el sacerdote hablaría en la lengua del Imperio que crucificó a Cristo. Pero llegó el Concilio Vaticano II en la década de 1960 y, con él, la decisión de abrir la liturgia a las llamadas lenguas vulgares—es decir, las lenguas habladas por la gente común, desde los idiomas coloniales como el español, inglés, portugues, lenguas hasta lenguas tribales o indígenas.
La idea era democratizar el acceso a la fe, hacer que la misa fuera comprensible para los fieles y que los sermones no se sintieran como un ritual arcano de una secta esotérica. En términos prácticos, tenía sentido. Pero en el proceso, la Iglesia perdió algo más que una lengua muerta; perdió un vínculo con la historia.
Y ahí es donde entra mi esposa.
Católica de convicción y con infinita paciencia para mis escepticismos, me informó que había una iglesia a tres minutos de nuestra casa que aún celebraba misas en latín. No me pude resistir. Si la Iglesia realmente había cometido un error al abandonar el latín, solo había una forma de comprobarlo. Así que fui.
Aquí les dejo adjunto el audio de unos cantos y rezos en latín que escuché durante la misa, y algunas fotos de los papeles con la guía de los himnos y oraciones, incluido el Padre Nuestro en su versión romana.
Conclusión: Hoy lo entendí.
Hay algo innegablemente magnético en el latín. Suena a imperio, a mármol y columnas derruidas, a legiones marchando hacia el oriente, a filósofos discutiendo en el foro, a herejes siendo silenciados. Es la lengua en la que Séneca reflexionó sobre la muerte, en la que Virgilio soñó con una Roma eterna, en la que Galileo se defendió frente a la Inquisición.
También es la lengua de los edictos imperiales que condenaron a los cristianos al circo, y de los concilios medievales que, con la misma solemnidad, condenaron a Giordano Bruno a la hoguera. Fue la lengua en la que Girolamo Savonarola descubrió lo que era la justicia en la tierra. En cada palabra resuena la dualidad de la historia humana: sus glorias y sus crímenes, su sabiduría y su brutalidad.
Es el latín que resonaba en los pasillos de la misteriosa abadía de Umberto Eco en El nombre de la rosa, donde monjes debatían sobre la risa y la herejía mientras copiaban manuscritos en scriptoriums oscuros. Es el latín de los cánticos solemnes que hubieran acompañado a Tom Builder en Los pilares de la Tierra de Ken Follett, mientras erigían catedrales que aún desafían el tiempo. Es una lengua que, aun cuando ya no se hablaba en las calles, aún tejía el mundo de los que escribían y preservaban la memoria de la humanidad. Un idioma que perteneció a santos y a asesinos, a iluminados y a fanáticos, a filósofos y a inquisidores.
Cantado en una catedral, el latín tiene un peso que el español, el inglés o el italiano no pueden replicar. Es como si la misa trascendiera el tiempo, como si, de alguna manera, al recitar las mismas frases que San Agustín habría entendido sin necesidad de traducción, se abriera un portal hacia el pasado.
Uno puede imaginar a generaciones enteras de creyentes—desde campesinos medievales hasta caballeros cruzados, desde monjes en abadías hasta misioneros en tierras desconocidas—susurrando las mismas oraciones, con la misma cadencia, con la misma fe.
Como ya lo saben, no soy creyente (y, a diferencia de algunos de mis compatriotas agnósticos, mi escepticismo no discrimina entre religiones; las critico todas con el mismo rigor), pero no hace falta serlo para reconocer que hay algo profundamente humano en esta continuidad. En nuestra era de modernidad líquida, donde todo cambia a una velocidad desenfrenada, hay un extraño consuelo en escuchar un canto que ha sonado igual durante miles de años.
Si dudan de este argumento, presten atención al Islam moderno. Todos los rezos de dicha religión son en árabe, ya que es la misma lengua utilizada por el profeta Mahoma. Sin embargo, la gran mayoría de la población musulmana no habla árabe. No importa si son creyentes en Indonesia, Turquía, Senegal o Estados Unidos: el Corán debe recitarse en la lengua del profeta. Debe ser memorizado y repetido. Porque la lengua no es solo un medio, es el mensaje mismo. El latín, de alguna forma, solía ser eso para la Iglesia Católica. Y quizás en su afán por modernizarse, la Iglesia perdió parte de su alma al traducirla a 7,000 idiomas distintos.
Pero como siempre, la decisión no es mía. Lo fue, pero ya no es mi religión.
Ustedes decidirán si la Iglesia perdió algo al abandonar el latín. Yo, por lo menos, no me arrepiento de haber ido a esa misa. Porque, aunque no haya sentido la presencia de Dios, sí sentí la de la historia. Y eso es lo más cerca a lo sagrado que quizás yo puedo estar.
Su reflexión me hizo acordar que hace poco releí el libro de Ginsberg "El queso y los gusanos - El cosmos, según un molinero del siglo XVI" y me llamó nuevamente la atención como Menocchio, un humilde molinero friulano, enfrentando un proceso de la Inquisición, planteaba una visión poco romántica y muy imperial del uso del latín por parte de sacerdotes, jurisconsultos y nobles.
Para él la cosa era más simple y lo dejó constando en las actas de su proceso: "Yo soy de la opinión que hablar latín es un desacato a los pobres, ya que en los litigios los hombres pobres no entienden lo que se dice y se hallan aplastados, y si quieren decir dos palabras tienen que tener un abogado".
El latín era para él una forma en que el poder ocultaba sus saberes pero también una forma de encerrarse en "verdades" que eran incuestionables e incomprensibles al expresarse en una lengua inaccesible para el vulgo.
Está claro entonces que la discusión sobre el lenguaje que usaba la iglesia católica para las misas estaba en discusión desde siglos antes de que el Concilio Vaticano II diera finalmente el paso hacia la democratización de sus ritos y sus textos. Tampoco no era un reclamo extraño a las "bases" católicas o veleidades de curas cuestionadores, sino el cisma de la iglesia hubiese tenido otros argumentos.
Como alguien que recibió educación católica, conozco a algunos lefevristas que rechazan el Concilio Vaticano II, y la verdad no me caen bien. Al igual que Menocchio, los veo como unos sujetos extraños, que detrás de sus largas sotanas negras y su latín, los impulsa un espíritu de secta que intenta encerrar en una caja de tradición e historia el mensaje de Cristo, que justamente es de liberación, apertura y futuro.
Una gran opinión y escrito! Concuerdo en muchas cosas sobre el uso del latín, si creo que cambia la forma de apreciar. Ahora, entrando desde un punto de Fe, el mensaje es el mensaje con independencia del idioma y el acceso al mismo por parte de los creyentes de una manera más sencilla si es un claro ejemplo de la democratización de instituciones. Coincidimos también en que el rigor en las traducciones es clave pero es casi seguro que una parte del mensaje se pierde haciendo el salto idiomático.