En los periódicos, los nombres y las fechas de alguna noticia suelen ser verdaderos; la historia relatada rara vez lo es. En la literatura ocurre lo contrario: los nombres y las fechas son una invención, pero lo que se dice es cierto. Hay zonas de la experiencia humana que los hechos, en su dictadura de lo verificable, no logran tocar. Por ende, la literatura y otras artes han tomado la responsabilidad de expresar la verdad sin pedir permiso. Esta idea volvió a golpearme al leer Stoner, de John Williams.
Es una novela que no explica ni adoctrina, pero muestra con una lucidez brutal lo que cuesta vivir en plena felicidad, incluso —o especialmente— cuando uno ha elegido su vocación. Y es justo esa visión austera, sin adornos ni promesas, lo que la distancia de ciertas fantasías contemporáneas. Por razones personales —probablemente atribuibles a una temprana influencia dostoyevskiana— desconfío de cualquier doctrina que prometa redimir al individuo mediante procesos de ingeniería racional. El método Montessori es una de ellas.
Para quienes no estén familiarizados: se trata de una pedagogía hoy casi sagrada en los círculos de crianza moderna, que parte de un principio conmovedor:
“Los niños no son un recipiente que hay que llenar, sino una llama que hay que encender.”
Uno de sus pilares de enseñanza es la autonomía. El niño —sabio y puro— escoge sus actividades en un entorno meticulosamente preparado. No hay imposiciones rígidas, aunque sí un orden invisible. En vez de tener un cronograma de actividades específicas, el joven alumno puede optar por contar perlas, armar palabras o regar plantas. Es su decisión, siempre y cuando no corra, no moleste y no destruya. Se asume que, al practicar las actividades que más disfruta y a las cuales gravita naturalmente, descubrirá por sí solo qué debe aprender, cuándo y cómo. Y con eso llega la promesa irresistible: sin coerción, el niño florecerá su potencial mucho antes y mejor que el resto. Esto ha sido respaldado por múltiples estudios.
Pero fuera de lo racional, más allá de la hoja excel y de las gráficas optimistas, hay otras verdades. Y Stoner las muestra. Esta obra sobre la vida gris de un profesor sin gloria revela una verdad que el método Montessori prefiere no mirar.
Stoner fue publicada y rápidamente olvidada en los Estados Unidos de los años 60. No sorprende. Fue escrita en una época donde todo ardía. Iglesias negras eran bombardeadas por supremacistas blancos, las Panteras Negras marchaban en el mismo asfalto donde el Ku Klux Klan desfilaba bajo protección policial (en una fotografía célebre, incluso escoltados por un oficial negro). La guerra de Vietnam se convertía en metáfora nacional de un error imperial; Muhammad Ali evadía la carcel por rechazarla; el movimiento “hippie” aún no se había degradado en postales de Woodstock y exigía política y postura, no solo psicodélicos y guitarras. Washington y Moscú jugaban Risk con el resto del mundo. El ambiente no era “complicado”; era vivir en una constante crisis, o múltiples.
Y en medio de ese ruido, aparece Stoner, una novela que no buscaba celebrar el cambio, sino justificar la quietud. No hablaba del que gritaba frente a una estatua, sino del que se aferraba a un escritorio. Un héroe mudo, condenado al anonimato, cuya única batalla visible era seguir siendo quien era, a pesar de que nada lo hiciera fácil. El héroe silencioso que glorificó la belleza de lo común.
Naturalmente, nadie quiso leerla. En su tiempo fue anacrónica. Un fracaso. Ni polémica generó. Murió sin flores ni escándalo. Pero décadas más tarde, un artículo en The New Yorker la resucitó con una frase certera: “La mejor novela americana que nunca leíste.” Y con eso, el libro regresó. No como reliquia, sino como clásico. Y para mí, uno de los mejores que haya producido la literatura estadounidense.
El personaje principal es un joven del campo, hijo de campesinos, enviado a estudiar agronomía en la universidad no por vocación, sino —como suele suceder en las familias— por mandato. La meta era que el hijo trajera sus conocimientos de regreso a las humildes granjas de Misuri y ayudara en el negocio familiar. Pero un día, ya en la universidad, asiste a una clase de literatura y su mundo da un vuelco irreversible. Como una conversión pseudo-religiosa, descubre el secreto de la vida en la literatura. Como muestra de agradecimiento, le devuelve el favor primero estudiándola y luego enseñándola en la universidad por el resto de su vida. Un hombre que abandonó el campo por descubrirse a sí mismo en su verdadera pasión.
Y paga el precio.
Largas noches corrigiendo ensayos que no valen la pena. Un matrimonio que se marchita hasta volverse castigo. Amistades que se desvanecen. Otras que mueren. La guerra interna de la política universitaria. Derrotas personales que se acumulan, victorias que apenas cuentan. Cansancio. Envejecimiento. Soledad. Pero en medio de todo eso, una verdad: había encontrado su lugar. En las palabras de la obra, la universidad es el lugar para los “destituidos”: aquellos que no sirven para otra cosa más que pensar, leer, enseñar. Que no podrían funcionar en otro entorno más que el aula. Donde los pensadores pueden apartarse del mundo y vivir en las letras.
Y aquí es donde el método Montessori vuelve a ser relevante.
Como escribí antes, su tentador principio es la autonomía. Después de todo, ¿quién no quisiera haber esquivado las materias que odiaba? Yo habría preferido leer a Faulkner antes que memorizar la tabla periódica. Habría sido más feliz, seguro. Pero también me habría perdido una lección fundamental que no estaba en el contenido, sino en la experiencia: que en la vida uno no siempre elige qué aprender, ni cuándo. Que hay valor en el esfuerzo sin recompensa inmediata. El método Montessori no elimina las materias difíciles, pero suaviza su entrada. Retrasa, a veces indefinidamente, el encuentro con lo incómodo. Y eso, aunque parezca compasivo, puede ser una traición a largo plazo. En la vida, hay que hacer cosas que uno detesta. Incluso cuando estás haciendo lo que amas.
Ese es el punto de Stoner. No predica; muestra con melancolía que incluso si seguimos nuestra vocación, incluso si vivimos para ella, no nos salvamos del desgaste. La pasión no nos exonera del tedio. Toda gloria tiene un precio, y suele ser alto. Stoner amaba enseñar y leer, pero eso no lo libraba de los burócratas que exigían informes, de los colegas que querían imponer sus mediocridades como método, de un sistema que lo veía como un error administrativo. La enseñanza es clara: no hay héroe sin batalla, no hay pasión sin rutina, no hay vocación que no tenga su purgatorio.
Muchos jóvenes sueñan con estadios repletos, con millones de vistas, con una ovación perpetua. Pero ignoran lo que no sale en cámara: los entrenamientos que vacían el cuerpo, las giras que revientan la salud mental, el colapso físico.
Puedo hablar por experiencia. Disfruto analizar libros, conectar ideas, grabar episodios. Pero no disfruto editar tres horas de video. No disfruto hacer impuestos. No disfruto descifrar qué humor tiene el algoritmo de Instagram esta semana. No disfruto leer insultos anónimos en mis mensajes directos, ni escribir guiones cuando el cansancio pesa. No disfruto sostener un proyecto que combina literatura, historia, política que exige profundidad y paciencia mientras el mundo pide inmediatez y ruido. Pero cuando agarro un libro, escribo o tomo el micrófono, todo vale la pena.
Pero esos momentos no existirían sin antes pagar la cuenta.
Si hay algo que desearía para la generación educada bajo el dogma de que todo debe disfrutarse, es que comprendan que incluso cuando uno hace lo que ama, también duele. El sufrimiento no es un error del sistema; es parte del proceso. Si no me creen, pregúntenle a una madre segundos después del parto. La felicidad no es una ausencia del dolor. La incluye. Más alarmante aún, el método Montessori arrancó como una técnica para niños menores de tres años en el siglo XX, hoy en día se ha expandido hasta los 18 años de edad.
Ojalá, en alguna aula Montessori donde un niño esté aprendiendo a su ritmo, regando plantas o contando perlas, haya en la pared una foto de Hemingway con su frase, apócrifa probablemente, pero no menos verdadera:
“Escribir es fácil: solo tienes que sentarte frente a la máquina de escribir y empezar a sangrar.”
Me surge la duda de si realmente has leído a María Montessori y has estado en una aula del siglo XXI en la que se aplique el método Montessori. En ningún libro de la pedagoga hablar de evitar las materias que no nos gusten, sino que repite una y otra vez la educación integral del niño/a. Asimismo, tampoco he leído ninguna frase en la que María Montessori afirmara que el esfuerzo es algo a evitar.
Perdona si mis palabras pueden sonar demasiado directas, créeme si te digo que no busco confrontación, pero me da la sensación de que has cogido la idea de permisivismo que se ofrece en Instagram de lo que bautizan como Montessori sin serlo, que de la doctrina real. Si no es así, te pido disculpas, y te agradezco si me aclaras tu punto de vista para que lo entienda.