Dostoyevski vs. el Papa Francisco: la Iglesia es el villano en su cuento favorito
Dostoyevski, el Papa Francisco y la celda más incómoda del cristianismo
Uno esperaría que el libro favorito del Papa Francisco hubiese sido, al menos por cortesía, la Biblia. Pero el pontífice, en uno de sus gestos más lúcidos (y, desde esta tribuna no creyente, más respetables), declaró que uno de sus textos predilectos era El Gran Inquisidor, el célebre capítulo de Los Hermanos Karamazov de Fiódor Dostoyevski. Un autor que, según el propio Papa, “todo sacerdote debería leer”.
Que el líder de la Iglesia Católica elija como lectura favorita una historia en la que su propia institución condena a Jesucristo a morir en la hoguera puede parecer, como mínimo, una elección curiosa. Pudo haber optado por algo más ortodoxo: algún tratado de Tomás de Aquino, un canto litúrgico, o alguna joya de la patrística que reforzara la autoridad eclesial. Pero no. Eligió una obra que pone el dedo en la llaga más incómoda de la iglesia. Y ahí reside justamente la fuerza del relato. Y, por qué no decirlo, también un signo de inteligencia literaria —y autocrítica— por parte del Papa.
Para entender esa elección, hay que entender el relato.
Primero, conviene comprender al hombre que lo parió: Fiódor Dostoyevski. Escribía desde su rincón en la siempre atribulada Rusia, una nación que el Occidente ilustrado del siglo XIX contemplaba con una mezcla de condescendencia y lástima. Para ellos, Rusia era una tierra vasta pero aún atrapada en las tinieblas del pasado, esperando como una princesa en la torre de algún castillo, ser redimida por el príncipe azul de la luz racional de la Ilustración.
Mientras Europa se emborrachaba con estos cócteles del pensamiento —el racionalismo absoluto, el materialismo científico, el utilitarismo, el socialismo utópico, el individualismo radical y demás ismos prometedores—, Dostoyevski, sobrio por su propio sufrimiento, ya veía venir la resaca. Y no lo hacía desde la torre del cinismo. De joven creyó en aquellas promesas racionales. Fue un socialista entusiasta, hasta que el zar lo envió a Siberia con una condena de muerte que fue conmutada en el último segundo—una experiencia tan dramática que parece escrita por él mismo (y más adelante la incluiría, de hecho, en El Idiota). Pasó luego cuatro años en un campo de trabajos forzados en Siberia, y salió de allí transformado. Menos utópico, más humano. Y con una pluma dispuesta a desafiar todos los dogmas, incluso los nuevos.
Desde entonces, Dostoyevski intuyó lo que muchos tardarían décadas, incluso siglos, en descubrir: que un mundo sin misterio, sin trascendencia, sin fe, no necesariamente se vuelve más racional. A veces, simplemente se vuelve más despiadado.
Con la lucidez de quien ha visto de cerca el abismo, advirtió que esas doctrinas modernas, todas tan seguras de su virtud, podían desembocar en una moral hueca, dispuesta a justificar cualquier atrocidad si era por el bien de “racional”. Cuando se deja de adorar a Dios, no se deja de adorar: se cambian los altares. Y los nuevos ídolos —la raza, la clase, la nación, el partido— no perdonan, no absuelven y no dudan. Sin haber vivido el siglo XX, Dostoyevski lo profetizó: el comunismo y el fascismo serían religiones seculares sin redención, capaces de exigir sacrificios humanos en nombre de un paraíso futuro. No es casualidad que Albert Camus dijera que:
El verdadero profeta del siglo XIX no fue Karl Marx, sino Dostoyevski.
En esa misma nota de clarividencia, mucho antes de que Nietzsche proclamara su célebre “Dios ha muerto”, Dostoyevski ya estaba redactando la respuesta para el funeral. Y sería uno de sus icónicos personajes, Iván Karamazov, quien articularía la frase que aún retumba más de un siglo después: “Si Dios está muerto, entonces todo está permitido.”
Y es justo ahí donde entra Los Hermanos Karamazov y el relato preferido de el difunto papa Francisco. En la novela, dos de los hermanos —Alyosha e Iván— debaten sobre Dios, el mal y el sentido mismo de la existencia. Iván es un joven brillante, culto, ateo, ético hasta el extremo, pero profundamente desencantado con la idea de un universo regido por un Dios que, si existe, permite horrores inconcebibles. Para él, ser ateo no se trata simplemente de dudar: se trata de no poder aceptar un mundo donde los niños son mutilados, los bebés asesinados, y el sufrimiento parece estar impreso en el diseño. Su mente no se rebela contra la religión por capricho, sino por compasión.
Alyosha, su hermano menor, representa la otra cara de la moneda: la fe humilde, la esperanza en un bien superior, la creencia en un Dios que perdona y sufre con los mortales. Y es en ese contraste —entre el teólogo místico y el racionalista sin consuelo— donde Dostoyevski lanza su golpe más explosivo. En medio del diálogo, Iván le confiesa a Alyosha que ha escrito un “poema en prosa” titulado El Gran Inquisidor. Lo recita entero, y en su voz —la del más lúcido y atormentado de los hermanos— Dostoyevski entrega uno de los pasajes más provocadores de toda la literatura y filosofía de la historia.
El Gran Inquisidor
El poema empieza en la Sevilla del siglo XVI, en pleno apogeo de la Santa Inquisición Española. Una época plagada de brujas, posesiones demoníacas, hambrunas, partos mortales y hogueras encendidas con convicción. Y en medio de esa oscuridad, reaparece el hijo de Dios. Jesús ha vuelto. La profecía de la segunda venida se ha cumplido.
Rodeado por una multitud que lo aclama, Jesús realiza milagros: cura enfermos, consuela a los desesperados, incluso resucita a una niña. Uno imaginaría que la Iglesia —la que afirma ser su representante en la Tierra— lo recibiría con salmos, incienso y una ovación celestial. Pero no. El alboroto llama la atención del Cardenal Gran Inquisidor de Sevilla, un anciano de autoridad absoluta, que lo manda arrestar de inmediato. Lo declara culpable de crímenes contra la humanidad. Su castigo: la muerte en la hoguera.
Jesús, encarcelado en una celda oscura, aguarda su castigo. En la víspera de su ejecución, recibe una visita: el Cardenal Gran Inquisidor. El anciano entra con paso firme, no para interrogar ni para ofrecer redención, sino para explicarle —con escalofriante serenidad— por qué debe morir. ¿Y cuál es el crimen del Hijo de Dios? ¿Qué puede haber hecho para merecer la hoguera, mil quinientos años después de su primera crucifixión? Según el Inquisidor, el error fue haberle entregado al ser humano un regalo demasiado peligroso: la libertad.
El pecado mayor de Jesús, insiste el Inquisidor, ocurrió en el desierto. Cuando Satanás tentó a Cristo con tres ofertas y él las rechazó. En ese momento se selló el destino del sufrimiento humano. Por eso ahora está allí: para reabrir el caso. Para explicarle por qué debió haber aceptado las tentaciones, y por qué, ahora que la iglesia ha corregido su error, su regreso no es bienvenido. Es subversivo. Es peligroso. Es imperdonable.
Cristo no responde, no se defiende, no dice una sola palabra. Solo escucha. Y nosotros, como lectores, hacemos lo mismo.
Primera Tentación: El Pan
El Inquisidor le recuerda la primera tentación. Cristo llevaba cuarenta días en el desierto, ayunando, hambriento, vulnerable. Satanás —con ese cinismo elegante que solo poseen los abogados del mal— le propone algo casi razonable: si eres el Hijo de Dios, convierte estas piedras en pan. Sacia tu hambre. ¿Qué daño puede haber en eso? Pero Cristo, fiel a su doctrina, se niega. “No solo de pan vive el hombre sino de la palabra de Dios”, respondió citando las Escrituras, y dejó pasar la tentadora oferta.
Para el Inquisidor, ese gesto no fue espiritual, ni noble, sino cruel. Porque no todos los seres humanos son Cristo. La mayoría no tiene la fuerza para rechazar el pan cuando el estómago cruje. La libertad que tú nos diste, le dice el Inquisidor, no alimenta. Y los hombres hambrientos no buscan la verdad, buscan consuelo. Esa decisión de rechazar el pan de el diablo, tan elevada, tan espiritual, sólo puede ser pronunciada por alguien que nunca ha sentido el estómago de un niño vacío o la desesperación de un padre o madre sin tener cómo alimentar a su familia. Cristo, al rechazar el pan, no redimió a la humanidad. La condenó a elegir entre su alma y su hambre. Y la libertad, insiste el Inquisidor, no llena estómagos. Jesús sólo liberó a los fuertes, a los santos, a los mártires. Pero al resto —a los que sufren, a los desplazados, a los que solo quieren sobrevivir— les dio la peor carga posible: la de elegir.
Jesús tuvo la oportunidad de ganarse la devoción de toda la humanidad en un solo gesto: dar pan. Pero eligió el pan celestial, no el terrenal. Eligió el alma en vez del cuerpo. Ese es el error fundacional de Cristo: no entender que el ser humano no quiere libertad. Quiere certeza. Quiere obediencia. Quiere pan. Le dio libre albedrío a una especie que preferiría encadenarse a un ídolo si eso le asegura no pasar hambre. Por eso —concluye el Inquisidor— la Iglesia, que sí entendió este secreto, tuvo que corregir la ingenuidad del Maestro. Le dimos pan al pueblo. Le dimos orden. Le dimos dogma. En nombre tuyo, claro está.
Segunda Tentación: Un Milagro
Ahora el inquisidor le recuerda la segunda tentación, que tuvo algo de teatro. Satanás, llevó a Jesús a lo alto de un templo, lo puso al borde del abismo, y le lanza el desafío: “Si eres realmente el Hijo de Dios, lánzate.” Las Escrituras dicen que los ángeles te protegerán. Que no permitirán que tu pie tropiece contra una piedra.
Era una prueba pública. Un truco divino que probaría sin lugar a dudas que Jesús no era un hombre cualquiera. Un acto que habría silenciado para siempre a los escépticos, que habría convertido al mundo entero en creyentes de rodillas. Pero Cristo se niega: “No tentarás al Señor tu Dios.” Y con eso, Satanás se retira, aparentemente derrotado. Pero el Inquisidor no lo ve así. Para él, Cristo no ganó. Cristo falló. Si Jesús se hubiera lanzado, y los ángeles lo hubiesen salvado, las masas lo habrían seguido sin dudar. Habría instaurado su reinado espiritual sobre tierra firme, sin necesidad de cruz, ni mártires, ni teología. Pero al rechazar el milagro, dejó a la humanidad con el peso de la decisión. Les negó la evidencia y les impuso la fe. Les quitó la certeza y les regaló la angustia. El ser humano no sólo necesita pan, necesita espectáculo.
Así que el Inquisidor lo acusa no de crueldad, sino de ingenuidad. De haber sobrestimado a la humanidad. De haber olvidado que el anhelo de lo sobrenatural no es un defecto de la razón, sino un rasgo esencial del alma. Si no se le da un milagro, el ser humano buscará uno, y si no lo encuentra, lo inventará. O peor: lo convertirá en doctrina, en bandera, en cruzada. Un Dios que no hace milagros, dice el Inquisidor, es como un faro apagado en medio de la tormenta: no guía, no consuela, no sirve.
Por eso la Iglesia corrigió el error. Le ofreció al pueblo lo que Cristo, en su infinita pureza, les negó: milagros. Dieron estatuas que lloran sangre, panes que se vuelven carne, reliquias que sanan, apariciones marianas, soles que bailan en el cielo… No porque sean verdad, sino porque hacen falta. Cristo olvidó que la mayoría no quiere la libertad de creer. La mayoría sólo quieren poder ver algo por lo que deban arrodillarse.
Tercera tentación: El Poder
Satanás lleva a Jesús a una cima y le muestra todos los reinos del mundo —no tanto como un guía turístico, sino como un agente inmobiliario— y le ofrece el lote completo. Serías el rey, le dice. Te obedecerán. Tendrás orden, lealtad, unidad. Cristo, fiel a su misión espiritual, se niega. No acepta el trono. No empuña la espada. No impone su reino. Y ahí, según el Gran Inquisidor, está la tragedia.
El ser humano necesita dirección. Necesita una jerarquía reconocible, una estructura que lo salve del caos de su propia libertad. Pero Cristo les dio “la confusión del pensamiento libre” cuando podría haberles dado un reino terrenal con reglas claras y obediencia absoluta.
Según el Inquisidor, la Iglesia —viendo el error— tomó el poder de todos los reinos en nombre de Cristo. No por ambición, sino por necesidad. Y así, la Iglesia se convirtió en el nuevo arquitecto del orden. Usurpó lo que Cristo no quiso construir, y lo hizo para proteger al hombre de su propia debilidad. La renuncia al libre albedrío no fue una opresión. Fue un acto de misericordia.
La Iglesia, dice el Inquisidor, no se podía quedar con los brazos cruzados ante el error de su fundador. Desde que se apoderó del Imperio Romano, ha estado corrigiendo en secreto la ingenuidad divina. Cristo ofreció libertad. Satanás ofreció herramientas. El hambre no se calma con sermones, ni la fe florece en medio del caos.
Y con una calma gélida, casi misericordiosa, el Inquisidor revela la herejía institucionalizada: “Hace siglos que te abandonamos.” Nosotros —dice— somos quienes alimentan a los pobres, quienes ofrecen estructura, estabilidad, obediencia. Nosotros somos los que mantuvimos el reino en pie cuando tú te negaste a tomar el poder. Tú sembraste la libertad, nosotros la arrancamos de raíz para proteger a los que no saben qué hacer con ella.
“Ese es el gran secreto… estamos con él —con Satanás— no contigo.”
Afirma el Inquisidor, que “millones de criaturas han sido creadas en burla” ya condenadas al infierno antes de poder balbucear un Padrenuestro. ¿Y quién es el responsable de semejante arquitectura cruel? “Tú, Cristo.”
Para concluir, el libre albedrío fue tu regalo, pero también tu castigo. Nosotros —dice el Inquisidor— nos quedamos con el castigo. Y tuvimos que transformarlo en doctrina.
Termina su monólogo. Exhausto. Espera una palabra. Una defensa. Un reproche. Cualquier cosa. Nosotros como lectores también estamos a la espera de la primera frase de Cristo, después de mil quinientos años de silencio. Pero no llega. No hay palabra. Solo un gesto. Cristo se levanta, se acerca al anciano inquisidor… y lo besa en los labios. Sin juicio. Sin condena. Un acto sin argumento. Una respuesta sin explicación.
El anciano tiembla. Abre lentamente la puerta de la celda. Y le dice, con una voz que ya no suena tan segura: “¡Vete… y no vuelvas nunca!” El acusado se levanta, camina hacia la salida, y desaparece. No se defendió. No lanzó algún milagro. No respondió con una nueva parábola. No exigió redención. Solo deja al inquisidor con su convicción… y su miedo.
Así termina el poema en prosa de Iván Karamazov. Uno de los relatos más demoledores jamás escritos sobre el poder, la fe y la insoportable carga de la libertad.
¿Por qué este es el relato del papa Francisco?
El beso lo dice todo. Un acto sin discurso, sin dogma, sin castigo. Un gesto de amor incondicional y perdón, idéntico al que predicó Jesús en vida. Jesús no se defiende, no acusa, no sermonea. Solo besa al hombre que acaba de condenarlo, como si dijera: “Tú no me entiendes. Pero igual te perdono.”
Y ese gesto es lo que destroza al Inquisidor. No la amenaza, sino la ternura.
En ese gesto silencioso está todo lo que Iván, el narrador de este poema en prosa, no puede aceptar. Iván es racional, brillante, justo incluso, pero no puede tolerar un mundo donde Dios guarda silencio ante el sufrimiento. Elige rebelarse desde la inteligencia, pero también desde el dolor. Y sin embargo, su poema termina en un beso. Quizás porque, en el fondo, sabe que hay cosas que ni el más lúcido argumento puede explicar. Hay verdades que no caben en palabras.
Y hay otro detalle perturbador que Dostoyevski seguramente no dejó al azar: el último hombre que besa a Jesús en los labios, antes de esta escena, fue Judas. El traidor original. ¿Será que el beso a su inquisidor es también su despedida al nuevo Judas? ¿Será que, al besar a quien lo condena por segunda vez, Cristo está perdonando una vez más los pecados del hombre —no por justicia, sino por amor?
Y Dostoyevski no se detiene allí.
Cuando Iván termina de recitar su historia, exhausto, le pregunta a su hermano su opinión sobre un relato tan crudo de la religión, Alyosha, siempre humilde y compasivo, no responde con argumentos. Se acerca… y lo besa en los labios.
Ahí está el eco.
Alyosha responde con el mismo gesto que Cristo usó ante el inquisidor. Un mensaje por encima del racionalismo, por encima de la indignación, por encima de las palabras de un poema. Como si dijera: “No estoy de acuerdo contigo, pero te amo igual,” o como si dijera “tu punto es racional, pero el amor es mayor.” Porque la libertad del amor no necesita gritar. Solo necesita persistir.
Y esa es, quizás, la razón por la cual el Papa Francisco coloca este relato en lo más alto de su altar literario. No porque absuelva a la Iglesia, sino porque la desafía. Porque expone con claridad el abismo entre la institución que controla y el espíritu que libera.
El atreverse a amar, el atreverse a perdonar a un extraño sin pedir permiso quizás es lo más revolucionario de la idea de Cristo. Parece que al final, el Inquisidor encerró a Cristo en una celda, no por hereje, sino por ser peligrosamente auténtico.
Simplemente maravilloso el análisis y la forma de relatarlo, juro que nunca me había interesado una lectura de temática religiosa pero este es diferente.
Dostoyevski es uno de mis escritores favoritos y Francisco despierta mi más profunda admiración humana y espiritual. Es exquisita la vinculación que esta nota hace entre ambos, y la predilección papal nos anticipa la profundidad de su espíritu crítico respecto de los actos propios de su Iglesia, esa Iglesia que se esforzó en adaptar a la esencia del mensaje de Jesucristo, que se declama sin practicar desde hace siglos: Paz, Amor, Perdón y Tolerancia. Volvamos a las fuentes del amor cristiano. Mis felicitaciones literarias al autor, ha encontrado una manera amena e instructiva de introducirnos en reflexiones más profundas!!